El
hombre es un hombre social, vive rodeado de personas y necesita de ellas para
su realización y crecimiento. Difícilmente podemos vivir en soledad y
aislamiento. Así mismo muchos expertos en psicología y autoayuda
afirman que el ser humano debe quererse primero a sí mismo para poder querer de
forma adecuada a los demás. En realidad, todos somos más o menos egoístas.
¿Cuántas
veces se ha sentido excluido por los demás?. La persona egoísta está centrada en
sí misma y vive en un mundo cerrado. El egoísta
tiene la pretensión de utilizar a los otros para su propio beneficio,
manipulándolos como objetos. Por tanto, desde el egoísmo es difícil construir
lazos afectivos verdaderos.
El
egoísta busca su interés por encima de todo. No acepta los razonamientos del
otro, busca subterfugios para mantener la prioridad de sus deseos, alega a
veces ser víctima de las circunstancias, no conoce lo que es la generosidad
hacia los demás y siempre culpabiliza siempre a otros de sus errores y
problemas. Nunca suele admitir su culpa o parte de culpa
en los errores producidos. Siempre tienen la culpa los demás.
El egoísta no
permite que le contradigan. Cree tener siempre razón, y cuando no se da esa
sumisión instantánea, le produce irritación profunda, rechazo e incluso
desprecio, hacia la persona o ideas de los que disienten de sus afirmaciones.
Es
evidente que el egoísmo es una lacra, una disposición o secuela morbosa, que
todos los seres humanos llevamos dentro y contra la que hay que luchar con
todas nuestras fuerzas siempre y a lo largo de la vida. De no hacerlo así, nos
convertimos en seres despreciables y depredadores de los que es preciso huir,
porque hacemos daño a otros, e imposibilitamos la buena convivencia en paz,
justicia y alegría.
La
persona egoísta, no espera, exige. No otorga, piensa sólo en sí misma. El
egoísmo destruye lo más bello del ser humano: el amor hacia los demás, la bondad,
la comprensión, la humildad de corazón y la sencillez.